Por Marcela Milone.- Hubo un aviso, pero como los muertos eran pobres y los ricos
se sentían aliviados por ese dato, nadie le dio importancia.
Los “basurales” abundaban en los barrios bajos y para
reducir la pobreza pasaban una aplanadora de piedra para achicar los bultos
pero no eliminarlos.
En 1871 la peste amarilla llegó primeramente a las zonas del
puerto, ensañándose con las barriadas populares de San Telmo y Monserrat.
Diez años después se demostraría, a través del doctor Carlos
Finlay, que el causante de la enfermedad era un mosquito llamado aedes aegipti
y que el mal no se contagiaba.
Pero en esos meses de histeria y muerte en Buenos Aires, la
culpabilización histórica de la pobreza por parte de los poderosos, es decir de
sus propios causantes.
Creció exponencialmente la xenofobia y la persecución contra
los italianos en particular y contra los habitantes de los conventillos en
general.
La fiebre que se denominó amarilla por el color que tenían
los enfermos hizo colapsar los hospitales y hubo que fundar un nuevo cementerio
que se creó en la Chacarita de los Colegiales y el récord de muertos se dio el
10 de abril con 563.
El presidente Sarmiento abandonaron la ciudad, su vice
también dejando a todos a “la buena de Dios”.
El poeta Evaristo Carriego convocó a la ciudadanía a la
Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo) y más o menos 8000 personas decidieron
conformar una comisión popular para ocupar el vacío dejado por el gobierno.
En total murieron 13.614 personas, la mitad niños. Después
de la tragedia llegaron los proyectos para que los habitantes tuvieran agua
potable y cloacas.
En el 2015 aún miles de hogares argentinos esperan por éstos
servicios fundamentales.